Deseo de racionalidad
Demos un salto en el tiempo hasta el periodo en que el deseo de ver triunfar a la razón condujo, a menudo, a tratar de vencer por todos los medios —aunque no del modo devastador usado por la Inquisición— las expresiones más primitivas de la cultura, entre las que, obviamente, la superstición ocupaba un lugar preeminente. Así precisaba Giambattista Vico en su libro Ciencia nueva (1744), considerado un texto fundamental de la naciente Ilustración:
Los primeros hombres estúpidos hechos a sí mismos, insensatas y horribles bestias, la maravilla es hija de la ignorancia y cuanto más grande sea el efecto admirado, más crece la maravilla. La fantasía es tan fuerte, cuanto débil es el raciocinio. Los hombres ignorantes de las causas naturales que producen las cosas, cuando no pueden explicarlas ni siquiera con cosas similares, les dan naturaleza propia. Como cuando el vulgo dice que el imán está enamorado del hierro. El trabajo más sublime de la poesía es dar sentido, pasión a las cosas que no lo tienen. Y es propio de niños coger las cosas inanimadas con las manos y, encandilados, hablarles como si fueran personas vivas.
En ese periodo, otros intelectuales se sumaron a las precisiones de Vico, probablemente algo radicales, y trataron por todos los medios de «demostrar» —como era característico de la investigación ilustrada en cualquier campo del saber— la inconsistencia de las supersticiones. Voltaire, fundador del pensamiento racional, jamás se cansó de acusar de homicidio a aquellos que procesaron y asesinaron a miles de brujas en nombre de una lucha contra el demonio que, para el filósofo ilustrado, era sólo ciega superstición. Habéis encontrado un gran número de miserables tan enloquecidos que se creen brujas, y de jueces tan imbéciles y bárbaros como para condenarles a la hoguera. Habéis visto en Europa leyes especiales golpeando a la magia, como se golpea a los asesinos.
Los exploradores, misioneros, incluso los simples viajeros dieron constante testimonio en sus memorias de prácticas supersticiosas de gentes consideradas poco evolucionadas a los ojos de los observadores. Es emblemático el testimonio de Alejandro Dumas sobre el aojo napolitano:
Nápoles, como todas las cosas humanas, sufre el influjo de una doble fuerza que rige su destino. Tiene su malvado principio que la persigue y su buen genio que la protege; tiene su Ariman que la amenaza y su Ormuz que la defiende, tiene su demonio que quiere perderla y su patrón que espera salvarla. Su enemigo es el mal de ojo; su protector, San Jenaro. Si no estuviera San Jenaro en el cielo, hace ya mucho que el aojo hubiera aniquilado Nápoles; si no existiera el mal de ojo en la tierra, hace ya tiempo que San Jenaro habría hecho de Nápoles la reina del mundo. Porque el aojo no es un invento del pasado, no es una creencia medieval, no es una superstición del Bajo Imperio. Es un azote dejado por el mundo antiguo al mundo moderno, es una peste que los cristianos han heredado de los gentiles, es una cadena que pasa a través de las épocas y que en cada siglo añade un eslabón. Los griegos y los romanos conocían el aojo. Los griegos lo llamaban alexiana, los romanos fascinum. El aojo nació en el Olimpo, así que es un azote de buena familia.
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Categoría: Supersticiones.
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