Qué dicen las Sagradas Escrituras


Hasta el momento nos hemos referido a la actitud de la Iglesia ante la supers¬tición. Pero las interpretaciones de la Iglesia se basan en las Sagradas Escrituras y de estas extraen las enseñanzas necesarias para enfrentarse con la debida racionalidad a esas prácticas en las que a menudo la magia, las creencias más atávicas y la ignorancia se unen en una única dimensión. En el Antiguo y Nuevo Testamento pueden encontrarse numerosos testimonios que nos permiten apreciar con nitidez la actitud represiva de los grandes monoteísmos ante la superstición. En las religiones monoteístas, la superstición y la magia se han tomado como ejemplo para evidenciar la negatividad del paganismo. Sin embargo, no hay que olvidar que algunos rituales judeocristianos asimilaron muchos elementos de las religiones precedentes.

Qué dicen las Sagradas Escrituras Supersticiones

En la tradición bíblica encontramos numerosas consideraciones en contra de la magia y la brujería que, sin duda, fueron condicionantes, si bien en diferente medida, también para el cristianismo. En el libro del Génesis se indica claramente la ruptura con la tradición politeísta y pagana a través de una purificación destinada a eliminar el pasado idólatra, basado en prácticas mágicas, amuletos y supersticiones, para dar inicio a una nueva era religiosa: «Ellos entregaron a Jacob todos los dioses extranjeros que había en su poder y los pendientes de sus orejas, y Jacob los escondió bajo la encina que hay junto a Siquén» (Génesis 35, 4).

En el Éxodo se prohíbe el rito cananeo de la cocción de un cabrito en la leche de la madre (23, 19), que recuerda a una tradición tribal, pagana y endemoniada. Más explícitamente, el Levítico impone: «no practiquéis la adivinación ni la magia […], no os dirijáis a los espectros ni a los adivinos» (19, 2631). Asimismo, se imponía no pedir a la fortuna respuestas que había que buscar, en cambio, fuera de los límites de la superstición: «echará las suertes sobre los dos machos cabríos, uno para Yahvé y otro para Azazel» (Levítico 16, 8). Esta actitud con la fortuna se encuentra también en Proverbios 16, 33: «los dados se tiran sobre el tablero, pero su sentencia depende del Señor».

En el Levítico se indica de nuevo muy claramente cuál era la postura sacerdotal ante la magia: «si alguien consulta a los espectros y los adivinos y se prostituye con ellos, yo volveré mi rostro contra él y lo extirparé de su pueblo» (20, 6).

El Deuteronomio añade: «no ha de haber dentro de ti nadie que haga pasar a su hijo o su hija por el fuego, que practique la adivinación, el sortilegio, la hechicería o la magia, ningún encantador, ni quien consulte espectros o adivinos, ni evocador de muertos» (18, 1011). Además, se indica explícitamente que se rechazan todos los cultos paganos por ser crisol de supersticiones.

La práctica de los niños pasados a través del fuego estaba relacionada con muchos ritos sanguíneos, en los que se detecta un vínculo con el sacrificio recordado también en el Nuevo Testamento (Hechos de los Apóstoles 15, 29) y que fue rápidamente tachado de demoniaco: «arrojó a su hijo a la pira de fuego; practicó la adivinación y la magia; consultó adivinos y nigromantes» (Libro segundo de los Reyes 21, 6); «cualquiera […] que dé uno de sus hijos a Mólec morirá sin remedio, el pueblo de la tierra lo apedreará» (Levítico 20, 2). La terrible práctica se aprecia también en la conducta del rey de Judá Ajaz «que no hizo lo recto a los ojos del Señor» y llegó «incluso a arrojar a su hijo a la pira de fuego, según la costumbre abominable de las naciones que el Señor había expulsado ante los israelitas. Ofreció sacrificios y quemó incienso en los altozanos, en las colinas y bajo todo árbol frondoso» (Libro segundo de los Reyes 16, 34).

En algunos casos, la práctica de la magia se indica paralela a otras formas muy transgresoras, como la prostitución, «ehasta cuándo durarán las prostituciones de tu madre Jezabel y sus muchas hechicerías?» (Libro segundo de los Reyes 10, 22).

En general, fueron las hechicerías y los encantamientos los que se consideraron despreciables y punibles, por ser fruto de la «ciencia arrogante» (Sabiduría 17, 7); «el rey de Babilonia se ha detenido en el cruce, en la cabecera de los dos caminos, para consultar a la suerte. Ha sacudido las flechas, ha interrogado a los penados, ha examinado el hígado» (Ezequiel 13, 9); «mi pueblo consulta a su madero, y su palo le instruye, porque un espíritu de prostitución le extravía y se prostituyen sacudiéndose de su Dios» (Oseas 4, 12); «has desechado a tu pueblo, la casa de Jacob, porque estaban llenos de adivinos y de magos, como los filisteos, y con extraños chocan la mano» (Isaías 2, 6); «quédate con tus sortilegios y tus muchas hechicerías» (Isaías 47, 12); «hijos de bruja, estirpe del adúltero y la ramera» (Isaías 57, 3); «Vosotros, pues, no oigáis a vuestros profetas, a vuestros adivinos, soñadores, augures ni hechiceros» (Jeremías 27, 9); «me haré presente para juzgaros y seré un testigo listo contra los adivinos, contra los adúlteros, contra los que juran en falso, contra los que oprimen al jornalero, a la viuda, al huérfano y a los forasteros» (Malaquías 3, 5).

Muy explícitamente se impone en el Éxodo: «no dejarás con vida a la hechicera» (22, 17); en el Levítico se especifica después: «el hombre o la mujer que sea nigromante o adivino será castigado con la muerte: lo apedrearéis, caiga sobre ellos» (20, 27). En el Talmud, retomando lo dicho en el Éxodos se «La mayoría de las mujeres están familiarizadas con la brujería» (Sanedrín, 67).

Con bastante frecuencia, la magia y la idolatría eran emparejadas y consideradas una perversa manifestación diabólica: «no te harás un dios de metal fundido» (Éxodo 34, 17); «no os haréis incisión ni os haréis tonsura entre los ojos por un muerto» (Deuteronomio 14, 1). Además, la goetheia y la teurghia eran colocadas muchas veces en el mismo plano y relacionadas con los demonios: «Saúl había echado del país a los nigromantes y los adivinos» (Libro primero de Samuel 28, 3); «Josías eliminó también los nigromantes y los adivinos» (Libro segundo de los Reyes 25, 24). En el Cercano y Medio Oriente, la nigromancia estaba muy extendida, aunque estuviera prohibida por la ley, porque se consideraba una práctica idólatra: «si os dicen: consultad a los nigromantes y los adivinos que bisbisean y murmuran; ¿es que no consulta el pueblo a su Díos y los muertos por los vivos?» (Isaías 8, 19; Libro segundo de los Reyes 21, 6); especialmente conocido es también el episodio de la nigromante de Endor que «practicaba la adivinación por medio de la nigromancia, a la cual Saúl se dirigió para evocar el fantasma de Samuel» (Libro primero de Samuel 28, 325).

Pese a la encendida lucha contra la magia y la adivinación, muy patente también en el Nuevo Testamento, en algunos casos la negatividad de estas prácticas (en especial, la segunda), resulta escasa, incluso utilizada para poner en evidencia el valor del mensaje evangélico: «sucedió que, al ir nosotros al lugar de oración, nos salió al encuentro una esclava poseída por un espíritu adivino que, pronunciando oráculos, producía mucho dinero a sus amos. Esta se puso a seguir a Pablo y a nosotros gritando: «estos hombres son siervos del Dios Altísimo, que os anuncian una camino de salvación»» (Hechos de los Apóstoles 16, 1618). En las prácticas mágicas estaban también incluidas algunas formas de terapia en las que convivían experiencias rituales y fórmulas terapéuticas empíricas (Libro primero de Samuel 6, 45).

En la definitiva, aparte de la ambigüedad interpretativa que caracteriza desde siempre a la magia, desde el Génesis al Apocalipsis se encuentra el profundo sentido del pecado que determina a la magia y artes adivinatorias.

Emblemático es el caso de la higuera «maldita» de Jesús: «no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos. Entonces le dijo: «i Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!» […]. Vieron la higuera que estaba seca hasta la raíz. Pedro, recordándolo, le dijo: «»Maestro, mira! La higuera que maldijiste está seca«» (Marcos 11, 1314; 11, 2021).
Según algunos exegetas, el caso de la higuera debería entenderse como una clara expresión de magia negra. Un fenómeno, sin embargo, que parecería estar en contraposición con las vivencias de Cristo.

Esta ambigüedad en la interpretación de la superstición permitió al pueblo extraer falsas certezas y garantías sobre la autoridad de ciertas prácticas que contenían tradiciones muy antiguas. Se pasa de la convicción de que la mandrágora posee poderes afrodisíacos (Génesis 30, 14; Génesis 8, 14) a las prácticas sincretistas a caballo entre la farmacología agro-pastoral y los rituales relacionados con la brujería (Libro segundo de los Reyes 20, 7).

Generalmente, las Sagradas Escrituras dejan muy claro el modo en que los magos fueron vencidos por la religión que minó siempre su poder, en ocasiones milenario. Tenemos testimonios de ello en la victoria del profeta Daniel sobre los «videntes» reales, incapaces de descifrar los sueños de Nabucodonosor (Daniel 2, 19).

En los Hechos de los Apóstoles, la derrota de la magia se ilustra dramáticamente: Pablo y Bernabé «encontraron a un mago, un falso profeta judío llamado Barjesús, que vivía con el procónsul Sergio Paulo, hombre inteligente. Este hizo llamar a Bernabé y Saulo, deseoso de escuchar la palabra de Dios. Pero se les oponía el mago Elimas (eso quiere decir su nombre) intentando apartar al procónsul de la fe. Entonces, Saulo, también llamado Pablo, lleno de Espíritu Santo, mirándole fijamente, le dijo: «Hombre repleto de todo engaño y toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia, ¿no dejarás de torcer los rectos caminos del Señor? Pues ahora mira la mano del Señor sobre ti. Te quedarás ciego y durante un tiempo no podrás ver la luz del sol»» (Hechos de los Apóstoles 13, 611).

En el Nuevo catecismo de la Iglesia Católica hay una mención al concepto de superstición sobre la que vale la pena reflexionar:

La superstición es la desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que impone. Puede presentarse también enmascarada bajo el culto que rendimos al Dios verdadero, por ejemplo, cuando se atribuye una importancia en cierto modo mágica a ciertas prácticas. Atribuir únicamente a la materialidad de las oraciones o de los signos sacramentales su eficacia, prescindiendo de las disposiciones interiores que requieren, es caer en la superstición.

Esta puntualización es especialmente interesante, porque subraya el hecho de que la superstición puede encontrarse también fuera de las formas mágicas declaradas opuestas a la religión cristiana. De hecho, la superstición puede apreciarse también en la ciega ritualidad de la tradición cristiana: signos, fórmulas y objetos, si se utilizan sin la necesaria armonía y, sobre todo, sin la fe, se convierten en elementos mágicos que han perdido todo su valor simbólico primitivo. Lo mismo debe aplicarse a los aspectos del culto que, para el Nuevo catecismo, pasan a ser mera idolatría, es decir, «una perversión del sentimiento religioso innato en el hombre».

En la visión cristiana, la magia y la idolatría son dos expresiones de una misma decadencia interior que han creado falsos instrumentos para dar al ser humano la seguridad de poder instaurar una relación con lo sobrenatural. La idolatría «no tiene que ver sólo con los falsos cultos del paganismo. Es una constante tentación para la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Se habla de idolatría, cuando el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios, tanto se trate de dioses o demonios, del poder, del placer, la raza, los antepasados, el estado, el dinero…».
El Nuevo catecismo advierte que hay que estar en guardia también ante la adivinación, instrumento que, como la magia, pretende desvincularse de los límites de lo humano para conocer el futuro.

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Categoría: Supersticiones.






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